jueves, 6 de mayo de 2010

Imagen y apariencia en la arquitectura moderna



LITERALIDAD Y TRANSPARENCIA EN LA ARQUITECTURA MODERNA
La imagen de la arquitectura moderna ha sido comúnmente asociada a la idea de funcionalismo y asepsia formal. La función durante el periodo más radical de la arquitectura moderna constituyó uno de los parámetros referenciales más significativos del ideario constitutivo de la modernidad. Mediante la función como estrategia, la arquitectura había encontrado un nuevo planteamiento que suponía el antídoto esperado contra los eclecticismos. Combatir la expresión aplicada mediante el ornamento (Loos, 1972) reduciendo el resultado formal a la condición funcional y constructiva del edificio, constituía, según las voces militantes de la vanguardia, un recorrido deseado y necesario que pronto señalaría las nuevas directrices a seguir por la arquitectura. Efectivamente, durante los procesos de gestación teórica del funcionalismo (De Zurco, 1970) hasta el desarrollo universal de la doctrina del racionalismo, en sus diferentes versiones, la arquitectura vivió un momento en donde la imagen y la apariencia del proyecto habían perdido su impulso formal, emblemático o representacional. El espacio recobraba así, la fuerza y el protagonismo temporalmente perdidos. Su singularidad, por lo tanto, y su organización funcional, distributiva y circulatoria encontraban en el proyecto una nueva plataforma de exploración donde hacerse realidad. Le Corbusier apuntaría: “La calidad de la circulación interior será la virtud biológica de la obra […] La buena arquitectura ‘se camina’ tanto adentro como afuera. Es la arquitectura viva. La mala arquitectura está coagulada alrededor de un punto fijo, irreal, ficticio, extraño a la ley humana”
La visión paralizada, inmóvil, de volúmenes herméticos guardando la simetría, que regía la idea tradicional de espacio o de la arquitectura clásica, daba paso en la modernidad, a través, entre otros recorridos del racionalismo, a la construcción del espacio centrífugo, móvil, dinámico y temporal (Zevi, 1978: 59-62) que configurará los sistemas de estudio incentivados por la arquitectura. Las primeras y serias aportaciones en relación a estos nuevos itinerarios arquitectónicos, vinieron a producirse en las experiencias proyectuales emprendidas por el Neoplasticismo y el Suprematismo. Van Doesburg y el propio Rietveld ya en sus escritos manifiestan la preocupación por representar el tiempo y su tránsito (la cuarta dimensión) en sus composiciones artísticas que, en el caso del primero, verá la luz en su obra construida. Sus proyectos expresan la preocupación por la ordenación mediante la regularidad y el equilibrio, la total eliminación de la decoración aplicada y el entendimiento de la arquitectura como la suma de un número indefinido de planos, independientes de la estructura, que actúan como catalizadores de movimiento y circulación. A esto se suma una denostada descentralización del espacio que tiende a lo centrífugo, posibilitando una amplitud y expansión que al no acotarse ya rígidamente, se define, encuentra y reencuentra continuamente en multitud de caminos (Cortés, 1992: 21-26). La caja muraria se había roto. Las posibilidades de circulación aumentan cuando en la casa Schroder, de Rietveld, el espacio aparece tratado a partir de la libertad de la circunstancia funcional que el usuario otorga dependiendo de sus propias exigencias y voluntades. De este modo, la flexibilidad que permite trasladar la uniformidad y claridad de la planta superior, de una posición abierta, limpia y transparente a otra más fragmentada o divisoria, termina por modificar su uso, su forma y el tránsito o circulación a través de ella; posibilidad de transformación interior que se convierte así en la manifestación del ideal de velocidad y dinamismo que la modernidad ansía.
De la eliminación de restricciones, gracias a la libertad concedida por la planta libre, se desprende la emergencia por la continuidad espacial que suprime la dicotomía interior-exterior (Van Doesburg, 1985: 115), enfrentada en la arquitectura historicista, para asistir a la extensión periférica del espacio que encuentra su continuidad en el exterior. Se supera, de este modo, la represión y contención espacial originada por el perímetro edificado. Continuidad espacial que se explicita en la figura e imagen que la arquitectura ofrece desde el exterior y que refleja esa sinceridad manifiesta de que el espacio sea trasladado al exterior, sin obstáculos que superar o rodear, en un claro y decisivo ofrecimiento del escenario y los acontecimientos que transcurren en su interior.
Mies Van Der Rohe con su ideal de espacio universal, isótropo, repetible e indefinido, ilustra, en su Casa de ladrillo de 1923, y los posteriores Pabellón de Alemania de 1929, la Casa Tungedhat de un año después, y la Farnworth de 1950
(p. e. fig 1 y 2), la confusión que en la comunicación extensiva del espacio se origina en torno al usuario que camina o dibuja itinerarios a través de aquél. El “espacio es uno y el mismo”, como apunta Juan Antonio Cortés (1992: 36). El usuario sustituye la visión guiada y dirigida, fruto de la jerarquía, por la ligada imagen de un interior que parece residir en el exterior y un exterior que ha decidido detenerse sobre las líneas serenas que el arquitecto utiliza para definir el interior.
El paisaje, el aire, la tierra, como lugares que quieren ser contemplados, en ocasiones domesticados, hacen su aparición también en la arquitectura corbusierana. Sin embargo, la noción de inmaterialidad y de flujo continúo en obras paradigmáticas del racionalismo como la Villa Saboya de 1927, no aparece expuesto con la radicalidad del maestro alemán, sino que se desdibujan en el complejo y sincretista juego que los itinerarios del arquitecto despliegan en torno a sus promenades architecturales.
La consecuencia directa del proceso de continuidad y desarrollo periférico espacial en la arquitectura moderna, y que nos une a la temática propuesta, es la consiguiente reducción de la característica fachada que había sido un referente fundamental en la arquitectura neoclásica o en el eclecticismo. El fenómeno de desaparición de la fachada-ingreso está directamente relacionado con los usos circulatorios. La piel o cerramiento termina siendo una prolongación del discurrir espacial que se produce en el interior y que en su expansión termina confluyendo en el exterior; Van Doesburg señalaría: “la nueva arquitectura ha convertido las paredes delantera, trasera, derecha, superior e inferior en factores de igual valor […] al contrario del frontalísmo, que tuvo su origen en una concepción rígida, estática de la vida, la nueva arquitectura ofrece la riqueza plástica de una expansión múltiple en el espacio y en el tiempo”. La ausencia de una fachada principal y del uso direccional, distintivo y jerárquico de ésta, se ve modificado por la imagen homogénea, limpia y geométrica de la arquitectura desde su exterior. Los cerramientos opacos o vidriados actúan como catalizadores de la expresión espacial que acontece en el interior y que termina extendiéndose en el exterior. Su imagen acaba siendo la literal y transparente fotografía objetiva del espacio proyectado hacia el infinito.
MATERIALIDAD Y EXPRESIÓN EN LA ARQUITECTURA MODERNA
Durante el periodo comprendido entre las tres primeras décadas de siglo, la arquitectura moderna mantuvo ese fuerte tono aséptico que había sido empujado desde las esferas más ancestrales de las vanguardias arquitectónicas, principalmente las dirigidas desde el estatuto del racionalismo. El Estilo Internacional divulgó y difundió las bases de un cuerpo de leyes que quiso ser referente universal en todo el mundo, creando una gramática, un lenguaje, que aspiraba a ser el legado común y colectivo -autorreferencial- que diera la imagen igualitaria que la arquitectura perseguía (Hitchcock y Johnson, 1984).
Sin embargo, a la severidad y estrechez del racionalismo y el Estilo Internacional, le fueron acompañando cambios, fisuras que provocarían definitivamente la quiebra y la anhelada libertad que el proyecto y la arquitectura necesitaban. En Europa ya habían comenzado los sonidos arrítmicos, las disonancias que a modo de “revisionismos”, “empirismos” y “nuevos realismos” daban la entrada a composiciones que perdiendo la gravedad sonora del funcionalismo, ahora sí, mostraban la inquietud por los eclipsados (Taffuri, 1972) sonidos de la historia y los diferentes lugares. La historia y el lugar aparecían en escena, sentidos y vividos, como material dialéctico vivo y profundo que debía ser respetado y comunicado a través de las orientaciones y reivindicaciones que exigía la disciplina. Con ello la modernidad vivió un cambio sustancial y de enorme vitalidad que llevaría a la práctica profesional a un replanteamiento crítico de los postulados de las vanguardias originarias.
Las pautas del funcionalismo, como directrices decisivas de la forma y su expresión, comenzarán a alterarse. La consideración del funcionalismo doctrinal como una fuente inhibitoria, incapaz de dar una respuesta verdaderamente amplia a las problemáticas generadas por la arquitectura, acarreará un cambio sistemático en gran parte de Europa, Norteamérica y Latinoamérica que dejará en jaque a los maestros del racionalismo. La situación era ya otra, y ésta exigía con urgencia una renovación ante el proyecto. Sin embargo, durante las décadas comprendidas entre los años treinta y cincuenta, la arquitectura moderna, dependiendo de en qué lugares se diera, siguió viviendo un periodo de florecimiento, y generalmente sostuvo la crítica y la práctica arquitectónica durante estos años. Fueron, empero, otros grupos o arquitectos, los que desde el respeto por la modernidad empezaron a diseñar las bases de la que sería la arquitectura del futuro.
Los núcleos nórdicos europeos, con Alvar Aalto a la cabeza, por citar una figura contrastada y capital de este panorama, capitanearon con sus escritos, reflexiones y práctica arquitectónica, una revuelta necesaria para que la progresión revolucionaria de la modernidad no cediese y se estancara en el fango provocado por el internacionalismo corrosivo de la arquitectura moderna de la década de los treinta. Si la arquitectura moderna, desde el protoracionalismo hasta el racionalismo radical de los veinte y treinta, había tenido en la investigación, espacial, circulatoria y de movimiento, su más firme aliado para definir las condiciones de la forma y la imagen arquitectónica, serán ahora otros los que sumen a estos valores un material que, desde la radicalidad moderna inicial, había sido rechazado u olvidado dentro del proyecto. Dos aspectos, sumados a otros, pueden subrayarse dentro de esta evolución: por un lado, la progresiva sensibilización que la arquitectura poco a poco fue mostrando por el lugar y el contexto a la hora de proyectar; y, por otro, la recuperación paulatina de la historia y tradición material y espiritual de esos lugares. Dos ingredientes, aquí únicamente citados, que pronto agitarán el territorio donde la modernidad había decidido moderadamente asentarse y que ya durante los años sesenta constituirá la materia de conflicto más comentada por las figuras críticas del momento.
Para contribuir a este avance necesario, los arquitectos, en su gran mayoría formados bajo el magisterio de la primera generación moderna, buscaron ampliar y acentuar las bases constitutivas con las que ya contaban, a la par que añadieron interrogantes a los valores técnicos y constructivos que debían necesariamente ser superados para la correcta evolución de la modernidad. La célebre crítica de Alvar Aalto a la silla tubular de Marcel Breuer constituye un buen ejemplo de esta situación (Aalto, 2000: 126-135). Literalidad y trasparencia, como vimos, vertebraban dos características propias de las lecturas espaciales condicionadas por la planta libre y sus consecuencias, pero también, de la denostada sobrevaloración de la geometría, la economía y la experiencia salvadora y conductiva de la técnica. La imagen cristalina, que no opaca, de la arquitectura tenía por objeto introducir y dar continuidad al recorrido, tanto desde el interior como en el exterior del espacio. Los elementos obstaculizadores en esa cadena de flujos, eliminados ahora, favorecían la imagen diáfana y etérea de la arquitectura. Paramentos blancos, cerramientos vítreos, planos contenidos, dibujaban una arquitectura que había desterrado la apariencia para ser imagen democrática y literal desde el exterior, sin interferencias. Su condición icónica residía en el espacio arquitectónico. Con ello, se olvidaban las posibilidades expresivas que únicamente, al parecer, anidaban en las capacidades técnicas y constructivas en suma con las funcionales o programáticas. Era necesario eliminar de la práctica arquitectónica la especulación estética (Van Der Rohe, 1981: 27). Pero, como apuntábamos, la arquitectura debía crecer, avanzar. Si la forma y su expresión eran en gran medida la imagen de la función, ahora aquella podía adquirir el territorio que se le había denegado. Mostrar en determinados momentos del proyecto las capacidades comunicativas de la forma, en detrimento de sus valores de adecuación (Gregotti, 1972: 149-152), constituía la meta a la que aspirarían un buen número de arquitectos. Con ello, las texturas, el cromatismo, las variaciones lumínicas, el valor de los materiales, etc, vuelven a aparecer en escena; la piel del edificio recobra su vida.
Proyectos como la Solana del Mar, del arquitecto Antonio Bonet Castellana en Punta Ballena; Uruguay, ilustran perfectamente este proceso evolutivo de la modernidad y esa condición sumatoria que la arquitectura moderna va adquiriendo y que termina llevándola a un proceso de renovación y ampliación de sus estrategias.
En la Solana del Mar (p. e. fig 3), realizada en 1946-1947, se perciben los síntomas de una modernidad que ha cambiado de rostro y ha sido sometida a revisión. El legado de Le Corbusier, con el que Bonet llegó a trabajar en su estudio (Álvarez, 1999: 8-23), es evidente; sin embargo, aparece teñido de contradicciones que suelen escapar o ser enemigas del racionalismo originario. La combinación de materiales, unos seriales; frutos del apego industrial que persigue esta arquitectura, sumados a la valoración de materiales profundamente unidos a la historia y tradición, se traducen en la aparición de una arquitectura de límites difusos que la acercan al universo surrealista que el propio autor pudo conocer de primera mano.
La elaboración del proyecto parece no haberse concluido previamente en el laboratorio, eliminando así toda posibilidad de sorpresa, sino que, por el contrario, tiende a resolverse en el momento y transcurso de su desarrollo favoreciendo de este modo las posibilidades de autonomía y cambio poético que el rumbo paulatino de la obra provoca. Con esto, se refuerzan multitud de recorridos que terminan por enriquecer todas las partes, que habiendo escapado a la obviedad y literalidad del racionalismo, sumergen al usuario en la rica variedad de una composición que parece haber perdido las líneas duras de su trazo. Bajo esta perspectiva dual, de enfrentamiento no excluyente sino complementario, obras como la Solana del Mar vitalizan energías que la primera vanguardia había silenciado. Efectivamente, se inscriben en su obra dos recorridos muy claros: uno donde el uso de procedimientos modernos facilita la compresión de la obra, la evidencian y aligeran, aportando cierta condición; no radical sino serena, de visibilidad y franqueza espacial que continúa la constante que apuntábamos más arriba. El leve purismo, la sencillez geométrica, la lucidez y sinceridad vidriada, siguen siendo aquí constantes que el racionalismo ya manejó. Sin embargo por otro lado, existe un claro intento por acercar el proyecto al lugar, participar de él, confundir la retina. La fusión entre arquitectura y paisaje contribuye a variar esa figura sincera e inequívoca por la confusa, oculta y sincrética imagen que la Solana termina finalmente ofreciendo: la arquitectura se hace paisaje. (Fig?)
La facilidad para el tránsito espacial –continuando con el primero de los recorridos- que comunica las diferentes zonas, posibilitando el uso funcional directo, simultáneo y secuencial, revela la presencia de su maestro (p. e. fig 4); al igual que la idea de transparencia y literalidad, que reaparece cuando el cerramiento de cristal invita a recorrer visualmente la obra, atravesarla y caminarla. Todo lo que sucede en el interior, se traslada en extensión hacia afuera. La chimenea central, la intención volada e ingrávida del plano-entrepiso de la primera planta, apreciada en sección, a la que se accede por una escalera que queda junto a uno de los cerramientos de cristal, se muestran y explicitan en el exterior como ejemplos del ideal de trasparencia epidérmica que aquí renueva su valor. El usuario conoce antes de entrar, qué está sucediendo ya en el interior. Sin embargo, ésta no es exclusivamente la visión que el proyecto persigue ofrecer desde el exterior e invita a desarrollar en el interior. Si la imagen moderna era enemiga en parte, de las concesiones formales o aparienciales en el proyecto, el planteamiento aquí encuentra en la forma y su expresión uno de sus grandes aliados. Son ahora otros cerramientos los que, radicalmente distinguidos de los del cristal, retoman la vieja pero vitalista táctica que la planta libre y los ‘cinco puntos’ de 1926 sobre una arquitectura de Le Corbusier habían domesticado. La caja muraria recupera su condición de pesadez, de masa, y ya no es, ni quiere ser imagen y semejanza de la lectura del interior (p. e. fig 5). La autonomía de esta nueva piel, donde se esconden las zonas húmedas y las cocinas o dependencias servidoras del conjunto, es la conclusión material y exhibida de la forma y su expresión comunicativa, no la de lo estrictamente funcional o espacial. Con este tratamiento Bonet igualmente consigue diferenciar las zonas más colectivas del proyecto, de aquellas más intimas y privadas, al igual que de las de servicios, pero sobre todo elimina la imagen neutra e indiferenciada de la arquitectura sobre el lugar, y que como vimos, supuso una invariante dentro de la primera y radical modernidad arquitectónica.
Nuevamente, la diferenciación se ve subrayada en el uso consciente de los soportes y materiales que no son ya únicamente la conclusión de un proceso lógico de producción, construcción y servilismo. Los materiales y las texturas adquieren protagonismo y relieve emocional; intento acertado por subrayar la capacidad expresivo-plástica de la materia y que termina dibujando, en cada uno de sus frentes, verdaderos lienzos formales (recuérdese la idea de Wrigth entre “decoración sobrepuesta” y “decoración inherente u orgánica”). Siguiendo esta línea de actuación los soportes; que sujetan la cubierta o gran losa de hormigón, pierden la condición reductiva, contenida y parcialmente oculta de los pilotis, para adquirir de nuevo densidad, textura e intensidad comunicacional.
Sin embargo debe matizarse que bajo esta expresividad manifiesta, no se esconde la banalidad proyectual que persigue la fotogenia y el exhibicionismo vacío y nocivo (Bohigas, 2004: 77-90), sino un intento por posibilitar la entrada de numerosos componentes estético-emocionales que aparecen siempre vinculados a una razón social y antropológica que por otro lado, el proyecto siempre persigue. El respeto por el programa, por sus usos, necesidades y funciones, constituye una fórmula de acción respetada en todo momento por el autor. Con ello, quiere subrayarse que la investigación formal, contextual y espacial que el proyecto presenta, y que aquí se ha tratado de forma apresurada y resumida, tiene en el problema del habitar el punto inicial y último de su propuesta.
Como la Solana hubo muchas otras obras, arquitectos y movimientos, que fueron abriendo paulatinamente las líneas trazadas por la arquitectura moderna. Se trataba de prosperar desde un material que aún mantenía su validez, hacia la superación definitiva de las inhibiciones y pagos de aduana exigidos por el racionalismo y el Estilo Internacional. Todos los procesos creativos, aparentemente marginales que desde la oposición del funcionalismo fueron condenados, encontraran ya durante los años cincuenta y sesenta, y siguiendo a los iniciados con anterioridad como se ha visto, la plataforma donde poder hacerse creíbles y realizables. Desde entonces el universo de la imagen y apariencia en la arquitectura no ha hecho otra cosa que crecer y crecer, desde, en la mayoría de las ocasiones, superficial y frívola crítica postmoderna hasta la reciente y todavía no asimilada actualidad. La huella de la modernidad, quizás, todavía mantiene su vigencia; así lo demuestra la realidad de la que formamos parte. Sin embargo, una cierta preocupación nos invade: ¿Será capaz la arquitectura del presente y del futuro de sumar a los procesos creativos, formales y de imagen las problemáticas siempre latentes y vitales del habitar?
Quizás las respuestas sean múltiples o escasas, y aquí y ahora innecesarias, pero la realidad de los que queremos escribir sobre arquitectura, es que esa cuestión nos parece que sigue dominando el espacio fundamental que debería ocupar la crítica.


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Congreso Internacional "Imagen y apariencia". Murcia, diciembre 2008